Eso de andar en bicicleta me resulta bastante terapéutico,
no es que sea yo la más sagaz para esto de la pedaleada, (nada más alejado de
la realidad). Mi primera bicicleta fue
una de color amarillo con toques rojos, flamantes llantitas laterales para
conservar el equilibrio y sin la memoria no me falla, para frenar había que
hacerlo a contrapedal, a los cinco años intentar andar en bicicleta era de las
cosas más arriesgadas a las que había aspirado en la vida, no recuerdo cómo fue
que dejé de usar las llantitas de soporte, pero ciertamente llegó el día en que
pude pasear por la calle sin necesidad de usarlas más. Aunque fue, que esa
independencia no me aseguró una mayor hermandad con el equilibrio, de hecho
pasaba más tiempo tirada en la calle levantándome
por las vueltas mal calculadas, las piedras no esquivadas y los autos
estacionados que justamente y como por cosa como de imán, gravitación o por
alguna otra teoría física-cuántica que genera la inevitable atracción entre los
aprendices de bicicleta y esas máquinas de metal, terminaba yo como fina
estampa entre, sobre o contra la carrocería de esos armatostes.
La segunda bicicleta de mi vida, no fue totalmente mía (la
compartía con mi hermano), era de un color
naranja brillante, asiento negro, frenos que se podían accionar desde los puños
y bueno, ostentaba también cierto aire de bicicleta de montaña juvenil con la
que ya uno, en edad, podía convivir y participar en las carreritas vespertinas
organizadas por mis entonces jóvenes vecinos (carreritas que obviamente nunca gané). En esta época de mocedades, los
armatostes estacionados, las piedras, vueltas mal calculadas y por supuesto el
siempre fiel pavimento seguían abrazándome y estando ahí listos para acogerme. En
verdad las vueltas no eran lo mío. Esa bicicleta naranja, terminó en la casa,
taller u oficio de algún desconocido, que decidió así, sin más miramiento
entrar a la cochera de nuestra entonces casa familiar y hacerse de ella con
fino sigilo.
Pasaron cerca de 15 años cuando decidí que sería buena idea
volver a las rodadas, mi equilibrio seguía intacto, las vueltas mágicamente me salían
mejor y obviamente en este tiempo transcurrido, las fuerzas gravitatorias, el
eje de la tierra, las mareas y todas esas cosas se alinearon a mi favor y alejaron
a los vehículos estacionados del perímetro de mi andar. No conforme y bueno,
creo que para resarcir la ausencia de velocípedos en mi existir por tantos años,
me hice de dos de estos artefactos, ninguno de los dos pertenece a algún linaje
real de bicicletas, ni ostentan modernidad, ligereza o ergonomía, una de ellas
rechina al frenar, mientras que la otra al pasar por empedrados suena, resuena
y hace gala de sinfonías singulares al vibrar su hojalatería por causa de los
sinuosos tramos embaldosados. Esta bicicleta sonora de diseño de los ochentas
vino a resarcir el anhelo infantil de tener una bici Vagabundo, como la
que tenía Rodrigo mi vecino cuando éramos chicos, 30 años después yo también tuve la mía (¡sí!, ¡sí!, ¡sí! y mil veces sí), y bueno… eso de andar en bicicleta aún me resulta
bastante terapéutico, libertad, aire fresco, esfuerzo y por supuesto el siempre
cálido abrazo del fiel pavimento, que después de tantos años conserva su amor incondicional, y me recibe hoy como entonces con entusiasmo y regocijo.
Macu. Kitschmacu.
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